¡YO SOY EL SEÑOR, TU DIOS! ¡NO TENDRÁS OTROS DIOSES FUERA DE MÍ!

Quien pueda leer estas palabras correctamente, ya encontrará en ellas la sentencia para muchos que no observan este mandamiento, el más importante de todos.

“¡No tendrás otros Dioses fuera de mí!”

Es bien poco el alcance que algunos dan a estas palabras, tomándolas a la ligera y pensando que solamente
son idólatras aquellos que se arrodillan ante imágenes de madera que representan cada una a un dios diferente, o piensan acaso también en adoradores del diablo u otros extraviados, a quienes en el mejor de los casos los compadecen, olvidando pensar, sin embargo, en sí mismos.

Miraos con detenimiento y examinad bien si verdaderamente no formáis vosotros también parte de ellos.

Quizá alguno de vosotros tenga un hijo al cual le da un valor superior a todas las cosas y por quien haría cualquier sacrificio, olvidándose de todo lo demás. Tal vez otro anteponga los place-res terrenales a todo lo demás, de manera que, ante una exigencia que le dejara libertad de decisión, finalmente, no sería capaz de renunciar a esos goces a favor de otra cosa, ni aún con la mejor voluntad. Una tercera persona amará el dinero, una cuarta, el poder, una quinta, a una mujer, y otras anhelarán distinciones terrenales. En resumidas cuentas, lo que hacen no es más que … amarse a sí mismas.

Esto es idolatría en todo el sentido de la palabra. El primer mandamiento lo advierte y lo prohibe. ¡Y ay de aquél que no lo siga al pie de la letra!

La transgresión se castigará inmediatamente, de tal forma que el transgresor deberá permanecer ligado a lo terrenal en el momento de trasladarse al reino de la materia etérea. En realidad, él mismo se ha ligado a lo terrenal por su inclinación a las cosas que pertenecen a este mundo. Su desarrollo espiritual queda interrumpido, pierde el tiempo que se le ha concedido para este propósito y corre el peligro de no poder desprenderse a tiempo del reino de la materia etérea, para llevar a cabo la resurrección hacia el reino luminoso de los espíritus libres.

Será arrastrado, entonces, hacia la inevitable desintegración de la materia que sirve de purificación para la resurrección de ella misma y para su nueva formación. Esto significa para el alma humana la muerte espiritual de todo aquello que adquirió consciencia personal y, como consecuencia, la destrucción de su forma como también de su nombre por toda la eternidad.

De esta terrible suerte nos ha de librar la observancia de este mandamiento, el más importante, por ser el más necesario para el hombre, puesto que éste, lamentablemente, tiende con demasiada facilidad a entregarse a un apego cualquiera que, finalmente, llega a esclavizarlo. Transforma en becerro de oro todo aquello que es objeto de su apego, colocándolo, cual fetiche o ídolo, en el punto más alto al lado de su Dios y, muchas veces, incluso hasta por encima de Él.

Por desgracia existen demasiados de estos “apegos” que el hombre se ha creado y a los cuales se entrega muy gustosamente y con gran despreocupación. Apego significa predilección por algo terrenal, como ya lo he mencionado. Ejemplos como estos hay naturalmente muchos más.

Pero, como lo dice con claridad la palabra, quien tiene apego por una cosa está “apegado” a ella. Por lo tanto, en su paso hacia el más allá para continuar su evolución, permanece atado a la materia densa de la cual no puede desprenderse fácilmente, de modo que se encuentra inhibido, detenido. Podría calificarse también de una “maldición” que pesa sobre él. El proceso es el mismo, no importan las palabras que se empleen para expresarlo.

Pero si, al contrario, el hombre en su existencia terrenal coloca a Dios por encima de todo, no solamente en su imaginación y con sus palabras, sino con un sentimiento puro y genuino y con un amor lleno de respeto y veneración que lo “apegue” a Él, entonces tendrá, por el mismo efecto de esta ligazón, la tendencia a elevarse inmediatamente cuando llegue al más allá, pues llevará consigo la veneración y el amor a Dios. Estos sentimientos le sostendrán y le conducirán, al fin, al Paraíso, a la mansión de los espíritus puros y libres de todo yugo, cuyo apego sólo les conduce hacia la Verdad resplandeciente de Dios.

Por lo tanto, procurad cumplir fielmente este mandamiento, pues así estaréis protegidos contra muchos hilos desfavorables del destino.