¡NO MATARÁS!

Vosotros los hombres os golpeáis en el pecho y declaráis en voz alta que no sois asesinos. Como matar significa asesinar, vosotros tenéis la firme convicción de que nunca habéis transgredido este mandamiento del Señor y que podréis presentaros con orgullo ante Él y esperar sin miedo y sin temor que se abra esta página del libro de vuestra vida.

¿Pero habéis pensado alguna vez que vosotros podéis amortiguar, restar fuerza, y que esto también significa matar?

No hay diferencia; ésta se hace solamente en la forma de expresión, en el lenguaje. En efecto, el mandamiento no dice de manera unilateral: No matarás una vida física terrenal, sino que dice en pocas palabras significativas: No matarás.

Por ejemplo, un padre tiene un hijo y quiere a toda costa, por ambición terrenal, que éste siga estudios universitarios. El hijo, sin embargo, tiene facultades especiales que lo impulsan a hacer otros trabajos, para los cuales los estudios universitarios no le son de utilidad.

Es, por lo tanto, natural que el hijo no tenga interés en los estudios forzados y que tampoco logre desarrollar alegremente la energía necesaria para esta tarea. Sin embargo, el padre exige y el hijo obedece. El esfuerzo por complacer a su padre afecta a su salud, pues, como va en contra de su naturaleza, en contra del talento que posee, es natural que su cuerpo padezca por ello.

No quiero ir más adelante con este ejemplo, que solamente es uno de los muchos que se repiten en la vida terrenal. Es innegable, sin embargo, que este padre, por su falsa ambición y terquedad, quiso apagar en su hijo algo que le fue dado para su desarrollo en la Tierra. En muchos casos se llega realmente a destruirlo, porque, más tarde, el desarrollo apenas es posible, dado que la fuerza sana necesaria ha sido ahogada en el mejor momento y se ha malgastado imprudentemente para fines ajenos a la naturaleza del muchacho.

En este ejemplo, el padre ha pecado gravemente contra el mandamiento: “¡No matarás!”, sin considerar, además, por otra parte, que por obstinación, quizá ha privado a la humanidad de cosas muy útiles que hubiera podido realizar el muchacho. Sin embargo, el padre debía haber considerado que, aunque el muchacho poseía o podía haber tenido un parentesco espiritual con él mismo o con la madre, ante el Creador sigue siendo una personalidad individual con el deber de desarrollar el talento que le fue dado en la Tierra para su propio beneficio.

Posiblemente, por la merced de Dios, hubiera podido el muchacho acaso inventar algo de gran importancia para la humanidad y, de esta manera, habría reparado un karma muy pesado.

En tal caso, el padre o la madre habrán contraído una culpa muy grande, por anteponer sus concepciones terrenales mezquinas a los grandes decretos del destino y abusar del poder de su paternidad.

Lo mismo sucede cuando los padres, en los matrimonios de sus hijos, se dejan llevar en sus decisiones por los cálculos egoístas de su intelecto. ¡Cuántas veces no sofocan los más nobles sentimientos del hijo o de la hija y, si bien les aseguran el bienestar material en la Tierra, les sustraen la felicidad de sus almas, más importante para su existencia que todos los bienes terrenales!

Desde luego, esto no quiere decir que los padres deban cumplir cada sueño o cada deseo de sus hijos, pues eso no estaría de acuerdo con sus deberes paternos. Lo que se exige es un examen minucioso que no sea unilateral y que no tenga en cuenta consideraciones terrenales. Casi nunca realizan los padres tal examen libre de pensamientos egoístas.

Hay miles de estos casos, y no es preciso hablar más de ellos. Examinaos vosotros mismos y tratad de no pecar contra la Palabra divina en este mandamiento. ¡Nuevos caminos inesperados se abrirán ante vosotros!

Los hijos también pueden defraudar las esperanzas de los padres, a las cuales éstos tienen derecho. Sobre todo, cuando no desarrollan su talento en la debida forma para llegar a grandes éxitos, a pesar de que los padres les dieron la posibilidad de seguir el camino que ellos habían escogido. En este caso también apagan sentimientos nobles en sus padres y violan bruscamente este mandamiento.

Lo mismo ocurre cuando un hombre abusa de una amistad sincera o de la confianza que demuestra una persona. Con esto mata y lesiona algo en su prójimo que realmente tenía vida, y así transgrede la Palabra divina que dice: No matarás. El destino, más tarde, le pedirá cuentas.

Como veis, todos los mandamientos son los mejores amigos del hombre y no tienen otro fin que protegerlo del mal y del sufrimiento. Por eso, amadlos y apreciadlos como un tesoro, cuya conservación
será para vosotros causa de alegría.