¡NO CODICIARÁS LA MORADA DE TU PRÓJIMO, NI SU PROPIEDAD, NI SU GANADO, NI NADA DE CUANTO SEA DE ÉL!

El hombre que trata de buscar la ganancia con un trabajo honrado o con negocios honrados no tendrá que temer este mandamiento cuando venga el día del gran ajuste de cuentas, pues pasará de largo sin hacerle mella. En verdad, es tan fácil cumplir con todos los mandamientos. Sin embargo, … si miráis atentamente a los hombres, tendréis que reconocer que, a pesar de ser tan sencillo, tampoco han cumplido con este mandamiento, y si acaso, raras veces, pero entonces no con alegría, sino con gran dificultad.

No importa la raza a la que pertenecen los hombres — blanca, amarilla, cobriza, negra o roja — todos tienen la tendencia insaciable de envidiar al prójimo todo lo que no poseen ellos mismos. Mejor dicho, les causa envidia todo lo ajeno. En esta envidia ya está incluido el deseo de lo prohibido. Tan sólo con él ya tiene lugar la no observación del mandamiento, constituyéndose en la raíz de muchos males que precipitan al hombre a la caída, de la cual muchas veces no se levanta jamás.

El hombre, en general, muy raramente aprecia los bienes que le pertenecen, sino los que todavía no posee. Las tinieblas esparcieron el deseo y la avidez, y las almas humanas se entregaron, fácilmente dispuestas, a preparar el suelo fértil para semejante siembra funesta.

Así, con el tiempo, el impulso principal de todas las acciones y todo el trajín de la mayoría de los hombres ha sido el deseo de poseer bienes ajenos, comenzando por el simple deseo y la astucia, pasando por el arte de la persuasión, hasta llegar, acrecentándose, a la envidia sin límites, el descontento constante y, finalmente, el odio enceguecido.

Todos los medios se aceptaron como buenos para satisfacer este deseo, mientras no estuvieran en oposición directa y demasiado evidente con las leyes terrenales. Al desarrollarse su ansia de lucro, los hombres olvidaron el Mandamiento de Dios. Se consideraban honorables, en tanto no se veían en conflicto con los tribunales terrenales, lo cual no les costaba mucho evitar, pues ponían en juego toda la astucia del intelecto, y actuaban con mucha prudencia cuando se trataba de perjudicar, sin miramientos, al prójimo para obtener de él alguna ventaja.

No pensaban que tales métodos les resultaban al fin mucho más caros que todo lo que les podían reportar los bienes terrenales. Triunfó lo que llaman inteligencia. Pero la inteligencia, según el concepto actual, no es más que la culminación de la astucia o su perfeccionamiento. No obstante, es extraño que todos desconfíen de los hombres astutos pero respeten a los hombres inteligentes. La actitud que se tiene en general al respecto, pone en evidencia la absurda contradicción que se oculta detrás de esto.

Un hombre astuto es un ignorante en el arte de satisfacer sus deseos, en tanto que los hombres inteligentes son maestros. El ignorante no sabe formular sus deseos de manera aceptable y solamente encuentra desprecio. El maestro, sin embargo, es admirado y envidiado por todos los que tienen los mismos anhelos.

También en esto hay envidia, pues la humanidad, tal y como es hoy, todavía es incapaz de admirar sin envidia a personas de su misma especie. Los hombres no se dan cuenta de que la envidia es el origen de casi todos los males, que la envidia domina actualmente todos sus pensamientos y todas sus acciones, y se encuentra tanto en los individuos como en pueblos enteros. La envidia rige los Estados, origina las guerras, como también los partidos y la discordia eterna que existen aun cuando tan sólo dos personas tienen algo que tratar.

¿Dónde se cumple el Décimo Mandamiento de Dios?, podríamos exhortar a los Estados. Todos los Estados anhelan únicamente, y sin compasión alguna, poseer los bienes de sus vecinos, ambicionan aumentar su poderío, y, para llegar a sus fines, no les importa recurrir al asesinato de personas, individualmente o en masa, ni reducir a la esclavitud a pueblos enteros. Los bonitos discursos sobre la autodefensa y la soberanía, solamente son pretextos vanos, pues ven claramente que han de buscar disculpas para atenuar algo, para excusar estos crímenes monstruosos contra los Mandamientos de Dios.

Pero sus palabras no sirven de nada, pues rigurosamente queda constancia de la desobediencia a los Mandamientos divinos en el libro de los acontecimientos cósmicos. Asimismo, tampoco pueden romperse las mallas de la red en la cual está envuelto cada uno por su propio karma, de manera que no se puede perder ni la más mínima parte de los pensamientos y acciones, antes de ser éstos redimidos.

Aquel que es capaz de ver estos hilos del destino percibe cuán terrible juicio se ha provocado con ello. La confusión general y el hundimiento de lo construido hasta este momento serán las primeras consecuencias leves de esta violación vergonzosa del Décimo Mandamiento. Pero cuando comiencen a manifestarse más y más las repercusiones, ninguna gracia os será concedida. No habéis merecido otra cosa, y sucederá sólo aquello que vosotros mismos provocasteis.

Arrojad de vuestras almas este sentimiento innoble de deseo y avidez. Considerad que también un Estado se compone de individuos. Desechad toda envidia y odio hacia aquellas personas que, según vuestra opinión, poseen más que vosotros. Pues todo esto tiene sus motivos. Pero el que vosotros no seáis capaces de reconocerlo, es vuestra propia culpa, pues sois responsables de la restricción voluntaria de vuestra facultad de comprensión, consecuencia, a su vez, de la adulación de vuestro intelecto en contra de la Voluntad de Dios.

Quien, en el nuevo Reino de Dios aquí en la Tierra, no esté satisfecho con la posición que le corresponda como consecuencia del karma que él mismo se ha forjado, no será digno de vivir en él, ni merece que se le conceda la oportunidad de reparar, de manera relativamente fácil, las culpas contraídas en tiempos pasados y de madurar espiritualmente para encontrar el camino hacia arriba, hacia la patria de los espíritus libres, donde sólo reinan la Luz y la alegría.

Sin piedad serán eliminados en el futuro todos los hombres descontentos por ser perturbadores inservibles de la paz finalmente deseada y por ser obstáculo para la ascensión sana y natural. Sin embargo, si aún queda en un hombre una pizca de buenos sentimientos que puedan justificar la esperanza de su conversión, entonces éste llegará a reconocer la absoluta perfección de la sabia Voluntad Divina: perfección también válida para él, aunque no haya podido reconocer hasta ese momento, por ceguera de su alma y por voluntaria necedad, que solamente él se forjó su destino actual sobre la Tierra, y que éste es consecuencia de toda la existencia que ha tenido hasta el momento, en forma de sucesivas vidas terrenales y en el más allá, pero no de la ciega arbitrariedad de una casualidad.

Al fin, se dará también cuenta de que para sí mismo no necesita más, nada más que precisamente sus experiencias, la posición y las circunstancias en que nació, con todo lo que esto significa.

Si trabaja con esmero para su desarrollo, no sólo progresará en lo espiritual, sino también en lo terrenal. Si, por el contrario, quiere obstinadamente y sin consideración tomar otro camino, dañando así a su prójimo, entonces no habrá para él beneficio real
y duradero.

Las almas humanas tendrán que luchar duramente, antes de poder liberarse de las acostumbradas transgresiones del Décimo Mandamiento de Dios, lo que quiere decir, cambiarse a sí mismas en este punto, para vivir, finalmente, de pensamiento, palabra y obra, según lo que exhorta este mandamiento. ¡A todos aquellos, sin embargo, que no sean capaces de hacerlo, les esperan sufrimientos y destrucción aquí en la Tierra y en el más allá!