El destino

Los hombres hablan de destino merecido e inmerecido, de recompensa y castigo, de sanciones y karma.

Todo eso no son más que designaciones parciales de una ley que reposa en la creación: la ley del efecto recíproco.

Esta ley yace en la creación entera desde sus primeros orígenes; fue entretejida inextricablemente en el gran devenir que nunca acaba, como función indispensable de la misma actividad creadora y de la evolución. Cual gigantesco sistema de finísimas fibras nerviosas, mantiene y vivifica el inmenso universo, y fomenta continuo movimiento en un eterno dar y tomar.

De forma simple y sencilla, pero con gran precisión, fue dicho ya por Cristo Jesús: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”.

Estas pocas palabras reproducen tan brillantemente la imagen de la actividad y de la vida que reinan en toda la creación, que es casi imposible poder expresarlo de otra manera. El sentido de las mismas está férreamente entretejido en todo cuanto existe. Se halla inmutable, intangible e incorruptible en todos los efectos que se producen de continuo.

Podéis constatarlo si queréis ver. Comenzad por la observación del medio que actualmente os es visible. Lo que llamáis leyes naturales son, precisamente, las leyes divinas, la Voluntad del Creador. Reconoceréis en seguida, que se encuentran en continua actividad; pues, si sembráis trigo, no cosecharéis centeno; y si esparcís centeno, no os saldrá arroz.

Es esto tan natural y lógico para todo hombre, que no se pone a reflexionar sobre el hecho en sí. Por eso, tampoco llega a ser consciente de la ley tan grande y rigurosa que reposa en ello. Y, sin embargo, se halla ante la solución de un enigma que no tenía por serlo para él.

A su vez, esa misma ley que vosotros habéis tenido oportunidad de observar se cumple también, con la misma seguridad e intensidad, en las cosas más tenues, que sólo podéis descubrir con ayuda de lentes de aumento, y su acción se extiende aún más allá, hasta los dominios de la materialidad etérea, que es, con mucho, la más vasta de la creación. Esa ley está presente inmutablemente en cada evento; también en el más sutil desarrollo de vuestros pensamientos, los cuales aún poseen una cierta materialidad.

¿Cómo pudisteis pensar que ello iba a ser diferente precisamente allí donde vosotros quisierais? Vuestras dudas no son, en verdad, más que la expresión de vuestros íntimos deseos.

En todo lo que existe, tanto en lo visible como en lo invisible a vosotros, acontece siempre, que cada especie aporta especies análogas a ella, sea cual sea el material de que se trate. La misma continuidad presenta el crecimiento y la evolución, la fructificación y la generación de especies afines. Este proceso se extiende uniformemente a través de todo, no hace diferencia alguna, no deja lagunas, no se detiene ante ninguna de las partes de la creación, sino que, como un hilo irrompible, sus efectos se hacen sentir en todo, sin discontinuidad o interrupción.

Aun cuando la mayor parte de la humanidad, en su cortedad de entendimiento y en su engreimiento, se aislara del universo, no por eso las leyes divinas o naturales dejarían de considerarla como parte integrante de él, sino que proseguirían tranquilamente en su inmutable y regular labor.

Pero la ley del efecto recíproco exige también que el hombre tenga que cosechar todo lo que haya sembrado, es decir, siempre que haya sido causa de algún efecto o retroacción.

Al principio de cada acción, el hombre sólo posee libertad de resolución, libertad para decidir adónde dirigir la fuerza universal que le atraviesa, en qué dirección. Pero las consecuencias que se deriven de los efectos producidos por esa fuerza al actuar en la dirección impuesta, ésas tendrán que ser sufridas por él. No obstante, son muchos los que persisten en afirmar que el hombre no puede tener libre albedrío si está sometido a un destino.

Tal necedad no tiene otra razón de ser que la de engañarse a sí mismo, o no es más que un someterse a desgana a cualquier cosa inevitable, una resignación a regañadientes, pero, sobre todo, una manera de disculparse; pues todas las consecuencias que recaen sobre el hombre han tenido un principio, y ese principio, origen de esas consecuencias posteriores, tuvo como causa una libre resolución tomada de antemano por el hombre.

Esta libre resolución precedió, un día, a cada efecto recíproco, es decir a cada destino. Con cada acto voluntario inicial, el hombre ha creado algo, ha hecho nacer algo, en cuyo seno, más tarde o más temprano, él mismo tendrá que vivir. Cuándo sucederá eso, es diferente en cada caso. Puede tener lugar durante el transcurso de la misma existencia terrenal en que el primer acto volitivo produjo el principio correspondiente; pudiera acontecer también en el mundo de la materialidad etérea, una vez que el cuerpo se haya desprendido, siendo posible, incluso, que acaezca mucho más tarde, durante una nueva existencia terrenal.

Tales mutaciones no tienen nada que ver con ello, no libran al hombre de los efectos correspondientes. Constantemente lleva consigo las ligaduras que le atan, hasta que sea liberado, es decir, “desatado” por la retroacción definitiva que habrá de sobrevenir como consecuencia de la ley del efecto recíproco.

Todo el que crea una forma permanece atado a su obra, aun cuando la haya destinado para otro.

Así, pues, si un hombre toma hoy la determinación de causar algún mal a otro, ya sea de pensamiento, palabra u obra, con ello “pone algo en el mundo”, bien sea algo comúnmente visible o no, es decir, algo físico o etéreo, lo cual, por poseer energía propia, vitalidad, seguirá desarrollándose y obrando en la dirección impuesta.

Los efectos que producirá sobre aquel para quien estaba destinado dependerán de la estructura síquica del mismo, pudiendo ocasionarle daños grandes o pequeños, muy distintos, tal vez, de lo deseado, siendo también posible que no sufra daño alguno, pues el estado anímico de la persona en cuestión es, como digo, lo único que decide. Por lo tanto, nadie queda sin protección a merced de las circunstancias.

Pero muy diferente será lo que acontecerá al que, con su resolución y su voluntad, fue causa de esa agitación, es decir, al que fue su promotor. Este permancerá ligado inseparablemente a lo que procreó, lo cual, después de una peregrinación más o menos larga a través del universo, refluirá sobre él, reforzado por el atraimiento de las especies afines, como una abeja cargada después de haber libado.

Por consiguiente, la ley del efecto recíproco se manifiesta de la siguiente manera: todo lo procreado, durante su movimiento a través del cosmos, va atrayendo especies afines o es atraído por ellas, las cuales, al fundirse entre sí, hacen brotar una fuente de energía que, semejante a una central, reexpide una intensificada fuerza sobre todos los que, por sus obras, estén como atados con cordones a los puntos de reunión de las especies análogas.

Esa intensificación provocará también una condensación cada vez más grande, y, por último, se producirá una precipitación de materia física, dentro de la cual tendrá que vivir el que fue causa inicial, experimentando en sí mismo todo cuanto, en tiempos atrás, deseó a los demás, quedando libre de ello una vez que haya agotado sus energías vitales.

Tal es el surgimiento y el proceso evolutivo de ese destino tan temido y tan mal interpretado. Será justo hasta en los matices más pequeños y sutiles; pues, como quiera que la atracción se ejerce
sólo entre especies idénticas,
las irradiaciones retroactivas no podrán contener nunca otra cosa distinta de lo que verdaderamente fue deseado en un principio.

Que ello se dirija a alguien en particular o en general, es indiferente. El proceso será el mismo no sólo cuando el hombre desee algo a otro u otros hombres, sino siempre que realice un acto voluntario cualquiera.

La naturaleza de los actos volitivos por los que él opte determinará los frutos que habrá de recoger al final. Innumerables hilos etéreos están adheridos al hombre, o éste a ellos, de tal suerte que pueda refluir sobre él todo cuanto, un día, deseó. Esos flujos depositan una especie de brebaje, que va influenciando continua e intensamente en su carácter.

En el inmenso mecanismo del universo existen, por tanto, muchos factores que contribuyen a forjar la “suerte” del ser humano; pero no existe nada de lo cual el hombre mismo no haya sido causa primera.

El es el que suministra los hilos con los que, en los infatigables telares de la Vida, serán tejidas las vestiduras que habrá de llevar.

Eso mismo expresó Cristo, clara y exactamente, cuando dijo: “Lo que el hombre sembrare, eso también segará”. No dijo: “puede” segar, sino “segará”, o, lo que es igual, que tendrá que segar lo sembrado.

Cuán a menudo, de boca de personas comúnmente muy razonables, se oye exclamar: “¡No comprendo cómo Dios permite esto!”.

Pero lo incomprensible es que haya alguien capaz de hablar así. A juzgar por sus palabras, ¡qué idea tan mezquina tienen de Dios! Prueban con ello que se lo imaginan como un “Dios capaz de obrar arbitrariamente.”

Pero Dios no interviene nunca directamente en las pequeñas y grandes preocupaciones humanas, tales como guerras, miserias y demás vicisitudes terrenales. Desde un principio, impuso sus perfectas leyes en la creación, las cuales realizan autoactivamente su insobornable labor, de manera que todo se cumple con rigurosa precisión y se desarrolla eternamente igual, por lo que un favoritismo queda tan descartado como una desventaja, siendo de todo punto imposible cualquier injusticia.

Por lo tanto, Dios no necesita ocuparse especialmente de nada de eso; Su obra no presenta lagunas.

Pero es una falta capital de muchos hombres, juzgar las cosas sólo bajo su aspecto terrenal y ponerse a mismos como centro de todo, así como, también, no tener en cuenta más que una vida terrenal, cuando, en realidad, ya han dejado varias tras de sí. Estas, lo mismo que los períodos intermedios transcurridos en el mundo de lo etéreo, han de considerarse como una existencia única, a través de la cual los hilos están fuertemente tensados, sin discontinuidad ni ruptura, de tal manera que en las repercusiones que se producen a lo largo de una existencia terrenal determinada no puede apreciarse más que una pequeña parte de ellos.

He aquí por qué es un grave error creer que con cada nacimiento comienza una vida completamente nueva, es decir, que todo recién nacido es “inocente”* y que todos los acontecimentos sólo deben ser tenidos en cuenta durante el transcurso de la corta existencia terrenal. Si así fuera, naturalmente que, en justicia, todas las causas, efectos y retroacciones tendrían que sobrevenir durante el corto espacio de tiempo de dicha existencia terrenal.

* Conferencia II–10: “El misterio del nacimiento”

¡Abandonad esa falsa concepción! Entonces, descubriréis en seguida, en todos los eventos, la lógica y la Justicia que tanto se echan de menos hoy día.

Muchos se sobrecogerán de espanto y se llenarán de temor ante lo que les espera, según esas leyes, en el efecto retroactivo procedente de tiempos atrás.

Pero esas son preocupaciones innecesarias para quienes hayan hecho uso formal de una buena voluntad; pues en las leyes autoactivas reposa también, al mismo tiempo, la garantía segura de gracia y perdón.

Prescindiendo por completo del hecho de que con la firme puesta en práctica de la buena voluntad queda limitado inmediatamente el punto en que la cadena de perniciosos efectos retroactivos ha de tener fin, entra también en acción otro proceso de valor incalculable:

Debido a la persistente buena voluntad en todos los pensamientos y obras, emana, también con efecto retroactivo, una continua intensificación procedente de la fuente de energía de las especies afines, de forma que lo bueno irá afianzándose más y más en el hombre mismo, le rebasará y formará un medio ambiente de materialidad etérea, que le rodeará como una envoltura protectora, tal como proporciona protección a la tierra la capa de aire que la envuelve.

Si sobrevienen nefastas retroacciones procedentes de antaño y se precipitan sobre esos hombres, resbalarán sobre la pureza del ambiente o envoltura que los rodea y serán desviadas de ellos.

Si, a pesar de todo, consiguieran penetrar dicha envoltura, se desintegrarían inmediatamente o se debilitarían en extremo, por lo que los efectos nocivos no se dejarán sentir en absoluto o sólo en escala muy reducida.

Por otro lado, debido a la transformación experimentada, lo íntimo del hombre, sobre lo que recaen las irradiaciones retroactivas, se habrá vuelto también más ligero y depurado, por lo que ya no guardará analogía alguna con las perjudiciales corrientes, más densas y, consecuentemente, más bajas. Sucederá algo parecido a lo que ocurre cuando, en la telegrafía sin hilos, el aparato receptor no está sintonizado con la intensidad del aparato emisor.

Como consecuencia natural de todo eso, las corrientes más densas, al ser de distinta naturaleza, no podrán engancharse y pasarán de largo sin producir daño alguno, disueltas por un acto simbólico realizado inconscientemente, de cuya naturaleza hablaré más tarde.

Así, pues, ¡manos a la obra! El Creador ha puesto todo a vuestro alcance en la creación. ¡Aprovechad el tiempo! Todo instante puede proporcionaros beneficio o perdición.