El ladrón es considerado como uno de los seres humanos más despreciables. Un ladrón es todo aquel que toma algo de la propiedad de otro, sin permiso de éste.
La explicación es muy sencilla. Para cumplir con este mandamiento no hay más que distinguir claramente qué pertenece a otra persona. No es muy difícil, dirán todos, sin querer hablar más sobre el particular.
Desde luego, no es difícil, como tampoco es difícil cumplir los Diez Mandamientos, si en verdad se quiere. Condición previa es, sin embargo, que el hombre los conozca, y aquí es donde falla precisamente, en la mayoría de los casos.
Para cumplir con este mandamiento ¿habéis pensado en qué consiste la propiedad de vuestro prójimo, de la cual no debéis tomar nada?
Es su dinero, sus joyas, sus vestidos, quizá su casa, su hacienda con ganado y todo lo que hay en ella. Pero el mandamiento no dice que se trata únicamente de bienes terrenales. Hay también bienes que representan valores mucho más grandes.
La propiedad del hombre está constituida también por su reputación, su prestigio público, sus pensamientos, su modo de ser, la confianza de que goza de parte de otras personas, si no de todas, al menos de algunas.
Llegado hasta aquí, más de uno, al enfrentarse con este mandamiento, verá empeqeñecerse el orgullo que lleva guardado en su alma. Pues, pregúntate a ti mismo si no has tratado nunca, aun con buena fe, de quebrantar la confianza de la que gozaba un hombre de parte de otro, aunque lo hayas hecho únicamente para recomendar precaución. De ser así, hurtaste a la persona que gozaba de esta confianza, pues tú se la robaste o trataste de hacerlo.
Robas a tu prójimo también, cuando sabes algo de sus asuntos privados y lo repites a otro sin el permiso correspondiente. Ahora puedes comprender cuál es la culpa de los hombres que hacen negocios con este tipo de cosas o las utilizan para su lucro.
Las personas que actúan así van tejiendo una red colosal, en la cual se enredan cada vez más a consecuencia de la transgresión permanente de las Leyes divinas, de tal manera que nunca pueden liberarse. A menudo, su culpa es mayor que la de los estafadores y ladrones vulgares. Culpables, igual que encubridores, son los que apoyan a esta clase de “negociantes” y los ayudan en su oficio vergonzoso.
En la vida privada o de negocios, todo hombre serio, de carácter honorable, tiene derecho, y el deber, de pedir credenciales o explicaciones directamente a toda persona que se le acerque con una petición determinada, para así poder darse cuenta hasta dónde puede tener confianza y acceder a los deseos formulados. Proceder de otro modo sería malsano y reprochable.
Por otra parte, el cumplimiento de este mandamiento redunda en provecho del sentido intuitivo que va despertando más y más al paso que evolucionan y salen a la luz sus facultades. El hombre adquiere, por tanto, un conocimiento cada vez más perfecto sobre el ser humano, un conocimiento que había perdido por comodidad. Gradualmente va perdiendo lo muerto, lo mecánico, hasta resucitar como hombre. Surgen de esta manera hombres de carácter, mientras que el hombre actual, criado artificialmente como animal de manada, tiende por obligación a desaparecer.
Tomaos la molestia de reflexionar profundamente sobre este punto, y procurad no encontrar al fin, en las páginas de vuestro libro de cuentas, la constancia de haber violado muchas veces este mandamiento.