Esta cuestión es siempre una de las primeras a tratar, pues la gran mayoría de los hombres quisieran, harto gustosamente, eximirse de toda responsabilidad y echar la carga sobre cualquier cosa antes que sobre sí mismos. Que esto sea de suyo un rebajamiento del propio valer, no tiene importancia alguna para ellos. En eso sí que son humildes y comedidos, pero sólo para poder vivir a cuenta de ello tanto más alegremente y con menos escrúpulos.
Cuán estupendo sería poder satisfacer todos sus deseos, y entregarse desenfrenadamente a todos sus excesos, incluso en presencia de otros hombres, en la impunidad más absoluta. En caso necesario, las leyes terrenales pueden eludirse, evitándose así conflictos. Al abrigo de ellas, los más diestros llegan incluso a efectuar fructuosos lances de red, y pueden realizar actos tales que no resistirían prueba moral alguna. A menudo, hasta gozan de una reputación de hombres extraordinariamente capaces.
Por consiguiente, con un poco de habilidad, se podría vivir muy confortablemente según las propias pretensiones de cada uno, si … si en cierto sitio no existiera un algo que despierta un sentimiento de malestar y, de cuando en cuando, no se manifestara una inquietud creciente ante el hecho de que, al fin y al cabo, muchas cosas pudieran resultar un tanto distintas de lo que el propio deseo se había forjado.
¡Y así es en verdad! La realidad es grave e inexorable. Los deseos de los hombres no pueden provocar, a tal efecto, ni la menor derogación. La ley permanece en vigor inflexiblemente: “Lo que el hombre siembre, lo cosechará centuplicado”.
Estas pocas palabras encierran en sí y expresan mucho más de lo que muchos se imaginan. Se corresponden con toda precisión y exactitud con el proceso real del efecto reciproco latente en toda la creación. Para ello, no podría hallarse una expresión más acertada. Así como la cosecha produce el céntuplo de lo sembrado, del mismo modo recae sobre el hombre, siempre multiplicado, lo que él suscitó y emitió con sus propios sentimientos, es decir, según el género de su voluntad.
Por lo tanto, el hombre es moralmente responsable de todos sus actos. Esta responsabilidad ya aparece en el momento de la resolución, y no a partir del hecho consumado, que, en realidad, no es otra cosa que una consecuencia de aquélla. La resolución es el despertar de una voluntad grave. No existe separación ninguna entre este mundo y el llamado “más allá”, sino que ambos constituyen un gran conjunto único. Toda la inmensa creación, la visible y la invisible a los hombres, engrana como un mecanismo maravillosamente concebido y que nunca falla; no existe, pues, independencia entre sus partes. Leyes uniformes soportan el Todo. Cual cordones nerviosos, penetran todo el conjunto, lo mantienen unido, y se equilibran mutuamente en constante efecto reciproco.
Cuando las iglesias y las escuelas, al referirse a estas materias, hablan de cielo e infierno, de Dios y demonio, dicen bien. Pero es errónea toda explicación sobre fuerzas buenas y fuerzas malas. Esto ha de ocasionar en seguida confusión y duda a todo buscador serio; pues donde hay dos fuerzas, tendría que haber también, lógicamente, dos soberanos; en este caso, dos dioses: uno bueno y otro malo.
¡Pero eso no es así!
Sólo hay un Creador, un Dios, y, por consiguiente, también una sola Fuerza, que fluye constantemente a través de todo lo existente vivificándolo y activándolo.
Esa pura y creadora Fuerza divina recorre incesantemente toda la creación, es inherente a ella, inseparable de ella. Se la encuentra en todas partes: en el aire, en cada gota de agua, en las formaciones rocosas, en la creciente planta, en el animal y, naturalmente, también en el hombre. Nada hay en que ella no esté presente.
Como lo inunda todo, se infiltra también, ininterrumpidamente, en el hombre. Este posee una estructura similar a la de una lente. Así como ésta recolecta los rayos solares que la atriviesan, concentrándolos y dirigiéndolos de tal suerte que las radiaciones caloríficas inciden en un punto y pueden producir un fuego abrasador, del mismo modo, por su especial constitución, el hombre capta con el sentimiento la Fuerza creadora que le atraviesa, dirigiéndola después, una vez concentrada, mediante sus pensamientos.
Es decir, según la naturaleza de tal sentimiento y de los correspondientes pensamientos, así conducirá el hombre la autoactiva y creadora Fuerza divina hacia el bien o hacia el mal.
En eso reside precisamente la responsabilidad que el hombre tiene que asumir. En eso estriba también su libre albedrío.
Vosotros, los que tan febrilmente soléis buscar el verdadero camino, ¿por qué os empeñáis en tan ardua tarea? Imaginad en toda su sencillez cómo os atraviesa la pura Fuerza del Creador, y ved cómo la guiáis con vuestros pensamientos orientándola hacia lo bueno o hacia lo malo. Así hallaréis todo cuanto buscáis, sin fatigas ni quebraderos de cabeza.
Tened presente que de vuestra sencilla forma de pensar y sentir depende que esa prodigiosa fuerza sea causa de bien o de mal. ¡Qué edificante o destructor poder os ha sido dado con ello!
A tal fin, no necesitáis esforzaros hasta que el sudor brote de vuestra frente, ni es preciso aferrarse a una de las denominadas prácticas ocultas para alcanzar, después de las más inverosímiles contorsiones espirituales y corporales, un grado cualquiera que no tendrá absolutamente nada que ver con vuestro verdadero encumbramiento espiritual.
No perdáis el tiempo con semejantes fruslerías, que tan a menudo se han convertido en penoso tormento y son análogas a las antiguas flagelaciones y mortificaciones personales en los conventos. Sólo se diferencian de éstas en la forma, y, lo mismo que ellas, no podrán proporcionaros el menor beneficio.
Los llamados maestros y discípulos del ocultismo son verdaderos fariseos en el sentido más estricto de la palabra. Son un fiel reflejo de la imagen de los fariseos del tiempo de Jesús de Nazaret.
Con pura alegría, considerad que, sin esfuerzo alguno, con vuestros sencillos y bienintencionados sentimientos y pensamientos, podéis dirigir la única y portentosa Fuerza creadora. Los efectos que ella produzca se corresponderán, pues, exactamente con la naturaleza de aquéllos. Ella trabaja por sí sola; vosotros no tenéis más que dirigirla.
Eso puede hacerse con la mayor facilidad y sencillez. No es menester, para ello, de erudición alguna, ni siquiera saber leer y escribir. Esa facultad la poseéis cada uno de vosotros en la misma medida. Ahí no existen diferencias de ninguna especie.
Así como un niño que juega con un interruptor puede cerrar el circuito y dar paso a la corriente eléctrica, la cual produce enormes consecuencias, del mismo modo os ha sido dado poder dirigir Fuerza divina mediante vuestros sencillos pensamientos.
Podéis alegraros y estar orgullosos de ello siempre que lo empleéis para el bien. Pero ¡ay de vosotros! si lo desperdiciáis inútilmente o lo utilizáis, incluso, para el mal; pues no podréis escapar a las leyes del efecto recíproco latentes en la creación. Aunque poseyeseis las alas de la aurora, la mano del Señor, de cuya Fuerza hacéis un uso tan deplorable, os alcanzaría mediante ese efecto recíproco, adondequiera que os hubieseis ocultado.
Tanto el mal como el bien son efectos de la misma Fuerza divina y pura.
En esa facultad de poder emplear libremente la Fuerza divina y universal descansa la responsabilidad que nadie puede eludir. Por eso, exhorto a todo el que busca:
“¡Mantén puro el hogar de tus pensamientos! Así harás reinar la paz y serás feliz.”
¡Regocijaos vosotros los ignorantes y débiles! pues se os ha dado el mismo poder que a los fuertes. ¡No lo pongáis tan difícil! Recordad siempre, que también a vosotros os atraviesa la pura y autocreadora Fuerza de Dios, y que,
como hombres que sois, también estáis facultados para dar a esa Fuerza una dirección determinada, edificando o destruyendo, produciendo efectos buenos o malos, proporcionando gozo o dolor, todo según el género de vuestros íntimos sentimientos, según el género de vuestra voluntad.
Puesto que no existe más que una sola Fuerza divina, queda aclarado el enigma de que, en cada combate final decisivo, las tinieblas tengan que ceder ante la Luz, lo malo ante lo bueno. Si dirigís la Fuerza divina hacia lo bueno, permanecerá en su clara pureza original y desarrollará una mayor intensidad; mientras que si la empañáis en lo impuro, sobrevendrá al mismo tiempo un debilitamiento. De esta manera, en una lucha definitiva, la pureza de la Fuerza actuará siempre eficaz y decisiva.
Cuándo una cosa es buena o mala, es algo que se siente inefablemente “hasta en la punta de los dedos”. Argumentar sobre el particular no conduciría más que a confusión. Lóbregas lucubraciones son un desperdicio de energía, son como un pantano de viscoso lodo que paraliza todo cuanto está a su alcance, lo aprisiona y lo ahoga. Pero una sana alegria bastará para destruir las ligaduras de tan bizantinas reflexiones. ¡No tenéis por qué estar tristes y apesadumbrados!
En todo instante podéis emprender el camino hacia la cumbre y enmendar el pasado, sea cual fuere. No es menester más que tener presente el proceso de la pura Fuerza divina, esa Fuerza que os atraviesa constantemente. Entonces, de vosotros mismos saldrá no conducir esa pureza a través de sucios canales de malos pensamientos, puesto que, sin mayor esfuerzo, podréis alcanzar lo más noble y sublime. No tenéis más que dirigir; la Fuerza actuará después, por sí misma, en la dirección requerida por vosotros.
En vuestras manos tenéis, pues, la desgracia y la felicidad. Por consiguiente, ¡levantad la cabeza orgullosamente y alzad la frente libre y despejada! El mal no se acercará a vosotros si vosotros no lo llamáis. Según lo que deseéis, así os acontecerá.